Miedo. A perder la inspiración. A que se me acaben las palabras. A defraudar a los que esperan de mí una letra.
Yo, que me los trago. Tú, que te los callas. Él, que los grita. Ella, que los evita. Ellos, que los afrontan. Miedos. Humanos, naturales, personales, fundados o sin razón. Miedos. Miedos que no reconocemos, que guardamos en cajones al borde del llanto. Que volcamos en sábanas ajenas esperando que no nos persigan. Que no expresamos. Miedos que nunca desaparecen con el silencio, que deberían servir para acercarnos, para abrazarnos más, para querernos mejor, para empatizar sin fisuras. Miedos que tendrían que obligarnos a conversar con lágrimas y sin ellas, con risas y entre bromas, con ánimos y abrazos. Miedos a los que jamás deberíamos permitirles decir que nos vamos a la cama porque tenemos mucho sueño, cuando en realidad tenemos mucho miedo y nos apetece hablar de ello. Miedos que no tendrían que avergonzarnos, sino ayudar a conocernos, a querernos a nosotros mismos, a comprendernos, a liberarnos, a abrazarnos.
Te lo digo siempre y nunca es suficiente: quiérete.