Ella era sosegada, suave, de cabellos compuestos por finas hebras de oro y ojos de lucero, analíticos. Parecía que caminaba de puntillas por la vida como si todo a su alrededor fuera una pista de baile, como si ella, enredada en tules, bañada en la luz de los focos, representara un espectáculo.
Y nunca, bajo ningún concepto, perdía el equilibrio. Contaba los pasos en su mente, o en voz baja; un, dos, tres, un, dos, tres, allegro y chassé, un, dos, tres...
Pero con lo que definitivamente no contaba era con que alguien se colara en el medio de su número, perfectamente ensayado desde que había nacido, y tomara las riendas del baile, inventando nuevos pasos nunca vistos, agarrando su cintura, controlando sus pies.
Nathan de Molton, sin traje, sin zapatos, había llegado a su vida para arruinar todos sus planes. El telón estaba abierto, la función había comenzado, y la lucha por la hegemonía del corazón de Camila se debatía entre la tormenta nevada de los ojos de Nathan y el bosque oscuro de los de Eric.
Siempre había creído tenerlo todo, hasta que él llegó a su vida para determinar lo incompleta que estaba.
Nathan sabe que no puede tenerla, Camila duda sobre la capacidad de su propia fuerza de voluntad cada vez que esos dos ojos azules se cruzan en su vereda, desde el momento uno, desde que los vio.
¿Por qué hacer lo correcto se siente tan mal cuando se trata de Nathan De Molton? ¿Acaso él estaría dispuesto a esperarla si ella se lo pidiera? Los focos no se apagan y los aplausos no vienen hasta que la tragedia termina.
Abbie tiene un problema y la solución está en la puerta de al lado.
¡Ella no ha hecho nada malo! Sin embargo, su excompañera de hermandad la ha puesto en un aprieto en donde su futuro universitario pende de un hilo.
Con el tiempo corriendo, pánico y una mejor amiga experta en dar soluciones, Abbie explora las opciones, pero no tarda en darse cuenta de que Damiano, el frío jugador de hockey y su ceñudo compañero de piso, es la respuesta.