Chuya se sentía atrapado, encerrado en una jaula de barrotes oxidados. Pateaba, forzaba y arremetía contra aquella puerta, pero esta no se movía. Las ovejas se acercaron a él, y probaron distintas llaves, pero ninguna funcionó. Gritó desesperado, hasta que él llego, con una sonrisa en su rostro y una llave en su mano, la introdujo en la cerradura, la giró y la jaula se abrió. El castaño le extendió su mano, pero Chuya ya no quería salir. No quería aceptar que quién lo liberó fue aquella persona.