Las estaciones de tren siempre han tenido algo inquietante, casi como si escondieran secretos en cada esquina, entre el humo que se disipa y los murmullos de despedidas eternas. El tren, ese monstruo de acero, parecía tener vida propia, un destino incierto y despiadado. Allí, en uno de sus vagones, Olvido decidió perderse, abrazando el vértigo de lo desconocido, como quien salta al vacío sin red. Ángel era su compañero de travesía, aunque no lo sabía.
Seis horas. Solo seis horas entre la vida que conocían y el abismo que los esperaba. El tren 122 con destino a París no solo avanzaba sobre rieles oxidados; arrastraba consigo historias rotas, ilusiones olvidadas, corazones heridos que resonaban en cada choque de las ruedas contra el metal.
Olvido no podía evitar sentir el caos en su pecho, la adrenalina que quemaba como fuego lento. Ángel, un extraño con ojos que reflejaban tormentas pasadas, se convirtió en la única brújula en un mar de incertidumbres. Compartieron más que un asiento en ese vagón; compartieron silencios, miradas cargadas de un anhelo que no debía existir, y palabras que no tenían regreso.
Cada minuto se desvanecía como humo entre sus manos, y con cada segundo que pasaba, algo oscuro se apoderaba del aire. Sabían, en lo más profundo, que ese tren no los llevaría a París, sino a un destino mucho más cruel. Estaban destinados a perderse el uno en el otro, para siempre, en ese viaje sin retorno.
La imagen de portada no es de mi autoría.
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Bajo un cielo manchado de rojo, eterno en su ocaso, llegaron los heraldos de un juicio implacable. Nadie esperaba la magnitud de la catástrofe que se avecinaba, ni el impacto de las alas que se desplegarían sobre una Tierra moribunda.
En la oscuridad de la noche, mientras el caos se esparcía como una enfermedad sin cura, yo dormía.
Tranquilo. Ciego. Ignorante.
Al despertar, el silencio fue lo único que respondió a mi rutina. Ni pájaros. Ni pasos. Solo calles vacías y cadáveres descompuestos bajo una luz que parecía más artificial que solar.
La última batalla ya había comenzado, aunque nadie nos lo advirtió.
Los ángeles -o lo que fuera que alguna vez se les pareció- descendieron, deformes, inhumanos, arrastrando la carne y la cordura en su paso. ¿Castigo divino? ¿Error biológico? ¿Una burla cruel del universo? No lo sé. Ya no importa.
Lo que queda es la sobrevivencia.
Y él.
Izán.
El peor de mis errores y el único lugar donde, a veces, puedo respirar sin sentir que me estoy muriendo.
En un mundo donde la esperanza se volvió un susurro y la verdad se cubre de fauces y plumas podridas, aprendí que los monstruos no siempre llegan con garras.
A veces, vienen con recuerdos. A veces, se parecen demasiado a lo que una vez amaste.