Cuando nacemos, un mundo nuevo se abre ante nosotros; desconcertados por los olores que percibimos que inundan nuestros sentidos, por las caricias recibidas por toda esa gente que ya nos quiere sin apenas conocernos.
En el momento que tenemos hambre o necesitamos que nos cambien, lloramos, y sonreímos a la vez que soñamos, posiblemente, con nuestra madre; sentimos sus besos y oímos palabras bonitas que nuestro conocimiento no entiende todavía, pero sabemos en nuestro interior, que ese sonido nos crea felicidad. Es un sonido de amor. Posiblemente en eso seamos todos iguales. Pero al crecer, el tiempo y las vicisitudes nos transforma haciéndonos perder la inocencia y nos obliga a que nos adaptemos a nuestro entorno, intentamos parecernos a nuestros mayores para ser iguales. El amor que nace impregnado en nuestro ser, por desgracia en muchas ocasiones se ve abocado a transformarse en egoísmo, y provoca que una sola persona pueda llegar a decidir el destino de millones, sin preocuparle las vidas que queden por el camino.