Supongo que toda historia tiene un principio. O, al menos, debe empezar por algún sitio. Algún punto de partida. Bien, esta no.
Esta historia se remonta cientos de millones de años atrás. Con la aparición de los primeros humanos, de las primeras tribus, las primeras pinturas rupestres y los primeros rituales funerarios. Con las primeras lunas, los primeros tótems, los primeros chamanes, y las primeras mujeres. Pero sobre todo, las primeras mujeres que prestaron la suficiente atención a las fuerzas de la naturaleza como para hacerlas suyas.
Después, continúa con sus descendientes, cientos de miles de años después. Aquellas que los hombres decidieron quemar en gigantescas hogueras.
Pero no hablamos de ellas, no; sino de las otras mujeres, las que observaban. Aquellas que contemplaban, con el rostro ensombrecido, cómo las otras se retorcían de dolor entre las llamas.
Porque ellas sabían ocultarse.
Y aún hoy, en esta historia, siguen vivas. Su sangre corre por las venas de algunas desgraciadas con un poco de suerte. Entre nosotros, se ocultan entre las sombras, entre el gentío; mujeres normales y corrientes que caminan por las calles, que montan en metro, que cogen el autobús, que cocinan, que rompen platos, que estudian, que trabajan, que tienen hijos, que disfrutan de su sexualidad, que gritan, que bailan, que viven.
Están vivas.