Armar un corazón no es coserlo para que no duela.
Armar un corazón es aceptar cada grieta, cada quemadura, cada cicatriz,
y descubrir que en ellas habita nuestra fuerza.
No hay mapa para el amor ni para la tristeza.
Se cae, se tropieza, se llora...
y se sigue, aunque el mundo pese y el alma tiemble.
Hay días en que el corazón se siente vidrio roto,
y otros en los que brilla como luna en el cielo,
firme, lleno de luz propia,
prestando fuerza a quien aún no puede sostenerse solo.
Cada lágrima, cada abrazo, cada risa que duele,
cada instante de deseo y cada acto de perdón,
son piezas de ese corazón que se reconstruye.
Y cuando creemos que hemos terminado,
descubrimos que aún podemos amar más,
sentir más, vivir más.
Armar un corazón
es, al final, permitirnos ser completos
en nuestra fragilidad y en nuestra valentía.
Es aceptar que la magia no existe fuera de nosotros,
sino en cada latido que elegimos seguir dando.