Tal vez esa persona esté a más de cinco mil kilómetros de tus brazos y todavía tus ojos no se hayan cruzado con los suyos. Quizá sí la hayas conocido pero pensaste que la decisión más sabia era que tus pies se marcharan bien lejos, hasta que ya no resonara entre las paredes de tu recuerdo (poco cuerdo desde que la conociste) el sonido de su risa. Puede ser que la conozcas y que te estés muriendo de ganas de quemar tu miedo hasta reducirlo a cenizas y coger una maleta para que la distancia más grande entre ambos sea la que cabe en un beso, que ya no haya más fronteras entre ambos que la piel. Esa persona se despertará y se preguntará por qué le duelen tanto las cicatrices esa mañana, tú te irás a dormir pensando en que te sobra saliva para curar heridas pero que no has encontrado a nadie que se atreva a enseñártelas. Pero un día, sin importar si tu alma se ha preparado o no para el impacto, te cruzarás con esa persona. Y, salgas o no ileso de ese choque de entrañas sin rumbo, cuando hayas buceado en sus ojos sabrás que no podrás ni querrás hacerlo jamás en otros. Que estás decidido a colocar tu felicidad sobre las iniciales de su nombre y esta vez no habrá miedo, duda ni cobardía que te impida hacerlo. No sabes si alegrarte o morirte de miedo, pero tienes la certeza de que has encontrado el otro extremo de tu hilo rojo.