Pozo de suplicio

Un tsunami de sentimientos azotó a Mariana aquel día, hizo de su estómago un parque de juegos extremos, y la adrenalina parecía no dejar de vestirse en su sistema. Nadie se preparaba para ver lo que ella estaba presenciando. El destino parecía estar bromeando con ella, y tomándose a la ligera el peso demás que les había puesto en la espalda a sus padres.

Le habían detectado cáncer de páncreas, un mes atrás. Su madre se ahogó en su propio llanto hasta deshidratarse y su padre golpeó la mesa 20 veces hasta que la piel de sus nudillos se quebraron y dejaron un recuerdo rojo carmesí en el mantel de encaje de su madre. Al día siguiente había 2 botellas de suero en la mesa de noche de su madre, y gaza recubriendo los nudillos de su padre. Nada mejoró desde ahí.

Ahora, estaba sentada en el salón de catequesis, y un par de ojos inocentes la escaneaban con miedo.

¿Quién podría haber predicho que unirían a una chica a la que le quedaba poco tiempo con una pequeña niña víctima de maltrato infantil y en todos lados, eventualmente.

Al parecer Mariana tenía una última misión que cumplir en la tierra antes de irse.

Una tarde fría de otoño, con el aire salado y áspero de julio recibió la nueva amistad que Mariana entablará con la niña que le habían asignado para catequizar.

Aparentemente si había alguien capaz de amar a la pequeña Maia, alguien que conseguiría borrar y curar todo el dolor que la niña arrastraba desde una edad demasiado prematura. Alguien que sí se daría cuenta de lo evidente ante cualquier ojo humano. Alguien se apiadaría de ella y la rescataría de aquel pozo, donde la ahogaban entre insultos, golpes, castigos psicológicos y físicos, y discusiones que ningún oído cargado de tanta inocencia debería escuchar jamás.

Quizás sería ella quien la salvaría.