Como cada sábado, ella se dedicaba a callejear por las calles de la ciudad empapada. Era su momento de desconexión, de comprar su cajetilla de cigarrillos y observar las cosas desde otra perspectiva. La perspectiva de las calles mojadas iluminadas por la luz de las farolas a las 2:36 de la mañana, con la Luna reflejándose en el asfalto, dejándose llevar por algún local de mal augurio que dejase su reputación por los suelos al día siguiente, o perdiéndose en los labios de la primera alma perdida que le sonría de manera extraña, y se enamore profundamente del sonido de sus huesos al rozar con las paredes de su cuerpo. Como cada sábado. Un sábado tras otro.
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