Cuando algo está planeado para pasar, simplemente ocurre, y no se puede hacer nada para impedirlo.
Sobre todo cuando se trata de dos adolescentes cualesquiera que, durante mucho tiempo llevan unidos entre sí de alguna forma inexplicable y a la vez magnética. Tan magnética como los satélites girando alrededor de los planetas.
Ya sea por las leyes físicas que explican este fenómeno o no, solo hay una pregunta en clave:
¿Acaso el amor se rige también por unas determinadas leyes físicas?
Max y Adela se pasan las noches enteras observando desde sus ventanas la enorme luna que les sonríe a ambos. Les muestra su enorme sonrisa de complicidad porque sabe que muy pronto la promesa del joven muchacho de bajarle del cielo la enorme esfera de luz a su amada se convertirá en su importante misión, su destino, y su razón de seguir siendo alguien con un único propósito que merezca la pena en la vida.
Por el camino, Max y Adela se tropezarán con muchas rosas, rosas que también tienen espinas, que pueden hacerte heridas en la piel al rozarte con ellas, unas más pequeñas, y otras más profundas y latentes. Heridas que existirán mucho antes de manifestarse por sí solas.
Eso sí, con únicamente las estrellas y la luna de testigos.