Cuando el Padre me acarició la nuca e hizo descender mi cabeza, quedé asombrada por la sabrosa sensación. Venía acumulando ganas desde hacía tanto tiempo que la culpa y el morbo hicieron añicos mi sentido común. En lugar de confesarle mis malos actos, añadí un pecado más a mi lista en el momento que cedí a su buena voluntad y a mis bajos instintos. Desde entonces, no pudimos parar.
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