Cada vez que ella sentía presión en su corazón escapaba a la habitación del desahogo, aquel lugar en donde dejaba de ser la hija modelo, la amiga graciosa y fiestera, la chica que nunca dice no.
Allí podía llorar hasta que no hubieran más lágrimas que derramar, gritar para sacar el dolor de su interior y dejar de fingir aquella sonrisa que cada vez era más difícil de mantener; lo único que tenía que hacer era ofrecer un pequeño sacrificio de sangre, tan solo unas gotas y la puerta se abriría ante ella.
Tal vez por esa razón ya casi no mostraba sus brazos y piernas en público, vestía con camisas de manga larga y se vendaba, pero no importaba mucho porque nadie pensaba que ella fuera capaz de herirse; fueron muy pocos los que vieron las marcas que evidenciaban sus entradas a aquella habitación, pero ella los hacía prometer silencio.
Esta no es la historia de una superación milagrosa, sino la descripción de lo que ella hacía, decía y lloraba dentro de ese espacio.