No podía ser un buen hombre si me gustaba la mafia.Esos principios contradecían las normas tácitas de la moralidad y me convertían en la clase de persona que suponía un conflicto para el mundo. Pero, aun siendo conocedor de la diferencia entre el bien y el mal, el espacio entre el adolescente que había sido y el hombre en quien me había convertido nunca me pareció tan extraordinario.Probablemente debería haberlo lamentado, pero entonces hubiera sido un puto mentiroso. No, ya no era un simple crío de dieciocho años. Era el tipo que cualquiera temería. El mismo que deseaba ser desde que tenía uso de razón y que jamás creí que sería; al menos no tan joven, ni precisamente por aquellas razones. Nunca quise tener que administrar mis emociones para poder encontrar el modo de prolongar mi vida y la de alguien a quien amaba. Nunca quise morir y mucho menos tener que hacerlo para satisfacer las turbias necesidades de un megalómano. Me había resistido tanto a esa alternativa que aún notaba la rebeldía. Pero también entendí condenadamente bien la situación, e incluso disfruté del proceso. Algo que me convirtió en una especie de ángel de la muerte. Nadie sabía que existía, nadie sabía a qué amenaza se enfrentaba. Por lo tanto, era incluso más poderoso de lo que imaginaba. Invencible... porque los muertos no pueden volver a morir. Daba igual las vueltas que diera o mis esfuerzos por evitarlo. Tarde o temprano sería lo que ahora soy: el maldito señor de la mafia en Italia. Solo que nadie lo sabía, y para cuando lo supieran, sería demasiado tarde para erradicarlo. Solté una sonrisa retorcida. Me fascinaba saber que mi supremacía era tan absoluta y que, después de todo, Angelo era solo un maldito peón sobre un tablero de ajedrez. Mi marioneta.