La pequeña no lo sabía, pero la muerte ascendía bajo sus pies: Una vez arrancada del inocente jardín, no fue más que una rosa marchita de aroma fúnebre y letales espinas listas para traspasar la piel y la carne de quien se atreviera a rozarle, pues la sangre ajena se volvió perfecto sustituto del agua ausente, consecuencia de la perpetua sequía que no estaba destinada a matarle ni a hacerle más fuerte, sino a transformarle completamente. Oh, si ella tan sólo hubiese sabido que se convertiría en mí. Soy como una patética rosa de plástico que alguna vez estuvo viva hasta que manos crueles la arrancaron de su hogar y la dejaron morir en el regazo de una mujer cuya belleza se desvaneció más rápido que mi propia vida. Me congelé en pleno estado de descomposición, petrificada, condenada a permanecer justo así por el resto del tiempo que se me permitiera existir, aprendiendo que la peor de las muertes no es aquella que nos lleva a la tumba, por el contrario, es esa que nos exige seguir andando con todas las heridas bien expuestas. Para el mundo sólo soy esa chica antipática de ojos grises, risos rubios ceniza, piel clara y pálida, mejillas artificialmente coloreadas y la apariencia de ángel que les hace olvidar el hecho de haber sido lanzada lejos del paraíso hace mucho tiempo. Ignoran que caí a la tierra con la capacidad de crear cuantos infiernos quiera en cielos ajenos, porque fui transformada en esto, anclada en un punto intermedio, un garabato que lo encierra todo y es nada al mismo tiempo. El papel de víctima me queda chico y el de villana, algo grande. Más que espectadora, casi directora de ésta fatídica obra que llamas vida. “No crezcas, es una trampa.”