Yacía en un templo claro, una antigua raza consciente, muy consciente de hecho, tal vez más que cualquier ser vivo sobre la tierra, y con certeza bajo los fríos mares, bajo las oscuras aguas en las que habitan seres monstruosos, o bosques tan densos que ni el frio ni la luz pueden llegar hasta ellos, donde los que caminan entre ellos no son más que seres gélidos y obscuros, a tal punto de matar con solo ver, lugares tan remotos que ni el más fuerte golpe de hierro chocando resuenan por sus alrededores, y las bestias que ahí habitan permanecen en su sueño profundo, reinos enteros en ruinas por batallas, son prueba de las cicatrices y dolor de tantos años, y otros muchos reinos que desaparecieron, de la noche a la mañana, con el chasquido de un granjero y el silbido de un gorrión.
Pero sobre todos ellos existía un lugar que sobresalía sobre todos, el más joven de todos los lugares, forjado por mentes codiciosas, en busca de riquezas y de poder, su codicia y gusto por el oro se asemejan a los seres más temidos de todos los siete Reinos, a la de un Dragon.