Me siento en el suelo y cojo mi lápiz de carboncillo, intentando no despertar a Callie. Está tumbada encima de mi saco de dormir, los ojos cerrados, una leve sonrisa en los labios. Debe de estar soñando con la vida antes de la guerra. No ha habido muchas oportunidades de sonreír desde que acabó. Su hermano pequeño, Tyler, duerme al otro lado de la sala, detrás de los escritorios que están boca arriba. Puedo oír sus ronquidos. Es un sonido intermitente, lo que significa que vuelve a estar congestionado. Quizá por eso Callie está durmiendo en mi saco de dormir: para poder echar una siesta tranquila. Acomodo el cuaderno sobre mis piernas cruzadas. Mi precioso cuaderno. Todas las páginas están rasgadas y manchadas por los bordes, pero me valen igualmente para dibujar. La cabeza de Callie está ligeramente inclinada, frente a mí. No me atrevo, mi mano sostiene el lápiz detenido en el aire. Viene a mi mente su imagen a los trece años, la primera vez que la vi en nuestro antiguo vecindario.