En Estados Unidos, la temporada de fútbol americano es el bombazo del año. Pero no estamos hablando del típico soccer de 90 minutos a balón pie, ¡no señor! Esto es el monstruo del deporte, la tradición más grande del país. En Boston, las escuelas tienen un equipo de chicas que hace temblar el suelo con su competitividad. Y es así que muchas de ellas aspiran a llegar a lo más alto.
Durante el otoño, las animadoras se preparan para hacer estallar al público con sus pompones de colores a juego con los uniformes de cada jugador. Cada viernes por la noche, ¡los partidos se convierten en una fiesta! Se limpian los instrumentos para que la música suene a todo volumen en el estadio. Pero mientras las chicas se visten con sus botas y camisetas en los vestuarios, alguien se mantiene al margen de toda esa locura: Esa soy yo, Camila Monroe.
Para ser sincera no me agrada el futbol americano. Lo detesto. Lo odio. No me complace encontrar cada día un maldito folleto en mi casillero anunciando los próximos partidos de las Revengers. En éste instituto, lo único que importan son esos partidos, el sudor, y esas matonas que se adueñan de todo, mientras que las ciencias, queda en el olvido. Sin embargo, les digo algo: Camila Monroe no caerá en esa trampa jamás.
O eso pensaba hasta que un balón impacta en mi cara con toda la fuerza del mundo. ¡Salvaje!, ¡Imbécil!,¡Rompele la nariz¡, grito mi inconsciente. Y en ese momento, me asalta una pregunta muy profunda y filosófica: ¿Quién carajo me lanzó este pedazo de cartón a la cara?