Lidia camina hacia el cementerio. Ellos están allí. Sí, lo están, murmura una y otra vez temblorosa. Pálida camina. Sus padres la dejaron sola, muy sola. Cuando se emborrachaban la vida era una orgía sin límites, y el miedo un polizonte que solo descubrieron hasta el momento exacto del suceso. Lidia lo sabe. Solo hubo tiempo para mirar a la niña que dejaban al azar. ¿Qué hacer? Es la pregunta que Lidia se ha hecho durante los diez años de ausencia. Años de cruel soledad, del injusto sabor de estar en un lugar al que no pertenece, junto a una tía aborrecible obligada a cuidarla sin opción. Se apura. Ya no siente nada bueno. Gira en la esquina, grita, el parque está vacío. No la querían. Solo pensaron en ellos. Llora. El padre conducía como andan los locos cuando nada les importa. A su madre le parecía gracioso. Reía como otra loca, llena de la adrenalina que le faltaba en los días de ser una mamá de verdad: sobria, lenta y tierna con la hija que alimentaba y mantenía limpia. Corre. El carro arremetió contra una moto. Lidia recibió un solo golpe en el asiento trasero. La sangre de sus padres se mezcló con las esquirlas de vidrio incrustadas en los cuerpos. La sangre brillaba irónica, como ojitos rojos borrachos de dolor. La imagen se grabó para siempre. No duerme bien desde ese día. El llanto retoca las ojeras en las noches. Corre. Sus padres eran todo. Ahora piensa qué les dirá, ha sido un año horrible. Llega. Les trae orquídeas. La luz de la vela es inútil, todos es sombra y olor a humedad nauseabunda. Les habla. Cuenta cómo le va desde que se fueron y cuanto le duele, y grita y maldice... y los culpa y besa la bóveda con deseos de quedarse, pero ya no puede. Jadea, se desvanece mientras la pareja llora, entre el olor de orquídeas muertas, a su hija.