Nunca me sentí afortunada por ser alta, al contrario de lo que me decían las ancianas de mi finca. Mi pelo siempre fue un desastre, no podía lavarlo un martes y esperar que el martes pareciera decente. El color verde de mis ojos hubiera sido un punto positivo en mi físico si no fuera porque eran tan pequeños que al reír solo se intuían dos rendijas bajo los párpados. En el dedo corazón de la mano derecha tenía una cicatriz espantosa por la cual siempre me preguntaban. Respondía que me la había hecho al cerrar una puerta de cristal para evitar contar que, con dos años, mi madre me había dejado en casa un día, y a la noche siguiente, cuando volvió, me encontró sangrando. No me consideraba inteligente, simplemente creía que era lógico dedicar mis esfuerzos en intentar llevar mi vida a algún sitio. Sería un disparate tildarme de graciosa, porque nunca lo fui. Tampoco lo intenté. Podría seguir detallando los entresijos de mi personalidad, pero creo que ha quedado bastante claro que me limitaba a ser una persona más en el mundo. Simple y llana. Fundida entre la multitud, tratando no despuntar. Y con todas esas taras que traje de fábrica, y otras que adquirí con el paso del tiempo y los desastres, hubo personas que me quisieron. A ratos, yo pertenecía a ese grupo.
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