La tribu de los manchados se había ganado su nombre por la mancha en el rostro de su líder, Tiago, un espectro blanco que cruzaba el color canela de su frente, de sus mejillas. Eran seis y se les conocía en el barrio por esos pequeños delitos constantes que solo cometen los niños salvajes, sin escrúpulos. Robar una tienda, un coche de policía, un allanamiento de morada. Todo coronado por esas risas infantiles que se escuchaban en las noches más frías, en un barrio tan oscuro de la ciudad que los maderos habían renunciado a imponer el orden en esa jungla de neones. La tribu de los manchados -hijos de personas rotas, de hogares rotos, de patrias rotas- no eran lo peor que el barrio había visto. Pero, sin embargo, algo estaba cambiando. De manera gradual, natural e imperceptible, el tiempo sigue pasando. Los manchados se hacen mayores. Y, ante eso, lo único que queda es esperar a la catástrofe.
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