Cuando llegó a casa encontró a su padre sentado en una silla del comedor, mirando al frente con el boletín de notas delante. Este trimestre Jodie había suspendido todas las asignaturas menos una: arte. Era la única que le gustaba. Se pasaba las demás clases dibujando y cuando llegaba a casa, se ponía los cascos y continuaba pintando dibujos que solo ella había visto. Su padre hizo lo que hacía siempre que su hija no hacía lo que él esperaba de ella: levantó la mano y Jodie sintió el ardor en su cara. Una lágrima recorrió su cara. Minutos más tarde se encontraba en su habitación, llorando frente al espejo. Desesperadamente buscó una cuchilla y se hizo unos cortes en el brazo. Eran cortes profundos, como si quisiera llegar hasta su alma. Sonrió, mientras sentía las sangre brotar de sus heridas y correr por todo su brazo, hasta caer al suelo en forma de pequeñas gotas. Pero aquella felicidad le duró apenas dos minutos, y comenzó a sentirse cada vez más estúpida. A través de la puerta de su habitación pudo escuchar a sus padres hablar de ella. Lo único que logró entender fueron los insultos de su padre y las duras palabras de su madre.