Entre tinieblas amarillas se vislumbra una casa. No tiene escaleras entre un piso y otro. Luciana se ve a sí misma en el interior de esa casa. Recorre cada una de las habitaciones sin alcanzar a mirarse nunca en un espejo. Cuando Luciana dobla en la esquina de un muro blanco aparece ante ella una mujer que, por alguna razón, sabe que es su hermana. La mujer es tan alta y alargada que casi alcanza el techo y Luciana tiene que pararse de puntas para ver dónde termina su cabeza.
Las dos recorren la casa sin poder mirarse en un espejo, porque no hay ninguno. Encuentran a dos hombres altos vestidos de negro. Los cabellos de ambos son también negros, pero sus rostros están borrosos, como vistos por un miope desde lejos. Luciana tiene la certeza de que los hombres son gemelos y de que no estaban antes en la casa. Han venido de alguna manera desde algún lugar. Pero ahora lo sabe: son sus hermanos.
El tiempo se ha detenido y las otras tres figuras que se encuentran con Luciana en la habitación están inmóviles, mudas; sólo se escuchan sus respiraciones lentas, terregosas, como si respiraran a través de un tubo. Entonces en el marco de la puerta corrediza aparece una niña. Las tres figuras y Luciana se sobresaltan al principio, pues la niña ha surgido de improviso entre las tinieblas amarillas. La niña sonríe apretando los dientes de tal forma que su expresión semeja más una mueca felina. Pero no hay por qué sobresaltarse. Luciana ha recordado que la niña es su tía. Cualquiera habría pensado que era un espectro, pero no, esa es la última posibilidad. No es un espectro, así haya aparecido de repente en el marco de la puerta corrediza que da al jardín oscuro.
La niña-tía no se mueve, sólo gira la cabeza de un lado a otro, como el mecanismo descompuesto de un muñeco. Luciana se paraliza: no ocurre nada más, y entonces la visión se desvanece en las tinieblas amarillas de esa casa sin escaleras y sin espejos.
Hay quien dice que el infierno es un lugar horrible, un lugar de castigo donde solo van aquellos que cometieron atropellos en su vida.
Sin embargo, no me importa arder en las llamas del infierno si ese infierno es llamado León D'Amore.
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