Aquella tarde de abril, las doce en México y las dos de la madrugada del día siguiente en Seúl, un terrible fenómeno sucedió. Un tren llegó a una estación en Nueva York, y mucha de la gente bajó de los vagones corriendo, los que pudieron hacerlo. Un avión aterrizó en Santiago, y los pasajeros, al menos los que estaban vivos, lloraban aterrados por lo que acababan de presenciar. El tráfico se detuvo en Ciudad de México, los bocinazos de los autos atrás de la combi sonaban sin cesar poco después de cambiar la luz de roja a verde, pero estos no serían escuchados por el conductor, ni por diez de sus quince pasajeros. Y Andrés Tovar, veía cómo sus compañeros de trabajo de aquel edificio en el centro de Monterrey, caían muertos súbitamente cuando segundos atrás reían y tecleaban con la vista fija en las pantallas de sus teléfonos. Él y otros que fueron "afortunados" estaban siendo testigos de la más grande pesadilla a la que la humanidad estaba por enfrentarse. O al menos, lo que quedaba de la humanidad.
Hay quien dice que el infierno es un lugar horrible, un lugar de castigo donde solo van aquellos que cometieron atropellos en su vida.
Sin embargo, no me importa arder en las llamas del infierno si ese infierno es llamado León D'Amore.
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