Una vez más, me veo compelida a redactar, aunque lo que emerge es algo nefasto y estulto. No obstante, debo admitir que se gesta tempranamente en mí un gusto diminuto pero fulminante hacia tu persona. Yo, niña pretensiosa y mimada, tú, un sujeto ameno de mirada diáfana y lujuriosa, proporcionaste respuesta a una interrogante no formulada. Para mi satisfacción, sin conocimiento previo alguno, lograste atraerme. Anhelé rendir ante ti mis armas más nocivas, postrándolas a tus pies. Luego, exhausta por la escasa voluntad de persistir, me retiraba simplemente a la cama. Hoy lo hago para experimentar el placer de virar abruptamente de amistad a amor, de fortaleza a ternura. Mientras plasmo estas palabras, te amo de una manera que aún desconoces en mí: no me siento agotada ni envuelta por el deseo de tu presencia. Mi ser está dominado por el amor hacia ti, integrándolo como elemento constitutivo de mi ser. Esto acontece con más frecuencia de lo que admito ante los demás, pero rara vez cuando te tengo delante. Intenta comprenderme: te amo mientras prestas atención con tu mirada diáfana a cosas externas. Y durante todas las tardes, simplemente te amaba. Esta noche te amo como una tarde de otoño. Desde mi soledad, te expreso mi amor, de manera análoga a mi devoción por la literatura. Interrogo a mi corazón: ¿por qué tú y no algún otro?