Marko fue forjador fortuito de un extraño secreto. Bosnio de nacimiento, húngaro de crianza, alemán por imposición. Muere en Ciudad de Guatemala, el 13 de octubre 1983, a la edad de 98 años. Antes de morir empaca el secreto, no desea llevarlo con él a la tumba. Lo envía a Caracas, Venezuela. El paquete llega con un retrazo de diez años, el remitente no lo abre, tiene cosas más importantes por resolver, en el momento de la recepción. Lo olvida en un rincón, en el cuarto de los cachivaches. Ese espacio casero, donde termina todo aquello que no tiene un uso practico pero que no conviene tirar a la basura. La muerte toma cartas en el asunto, reclama lo que es suyo y lo libera de los compromisos con la vida. Marcos Julio, nieto de Marko, guatemalteco de nacimiento, trotamundos centroamericano de crianza, venezolano por absorción, abre una herencia inusual. No recibe dinero, ni joyas, ni bienes; hereda una obsesión, una descabellada epopeya. La presunción sobre una raza que permanece oculta entre nosotros. De la mano de su abuelo, recorre los más variados escenarios, las vidas ocultas, los santuarios, la ambigua y subrepticia lucha. Marcos, no lo recuerda, la ocasión que soltó la mano de su abuelo, siendo niño, chocó de frente con el mito. El trueno retumbó y todo se hizo oscuridad. Recordar dicho encuentro se convirtió en una inquietud que el subconsciente se negaba a revelar. Salvo crípticas claves en sueños inconclusos.
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