En el umbral de la muerte, la revelación llegó con el peso de mil tormentas. Cada recuerdo resplandecía con una intensidad dolorosa, y en todos ellos, él estaba presente. Su sonrisa cálida, su risa melodiosa, la serenidad que sentía cuando a su lado estaba; todo encajaba a la perfección, como si aquel ser fuera el complemento esencial de su alma. En cada instante compartido, se sentía en casa, pero nunca lo valoró como debía.
Desde antes de llegar a la isla, y aun después, eran solo ellos dos. Unidos inquebrantablemente, él seguía sin vacilar, incluso en las mazmorras más letales, porque confiaba plenamente en la pureza de su corazón. Aquel compañero irradiaba sinceridad y bondad, una luz en la oscuridad que iluminaba su camino. La amistad que compartían se transformó en algo más, un vínculo que no se atrevieron a etiquetar, dejándose llevar por la cercanía, rozando sus labios cuando el amor lo exigía, entrelazando sus manos y abrazándose con calidez, forjando así un lazo íntimo y único.
Pero ahora, se encontraba solo. Su vida colgaba de un hilo, amenazada por las implacables fauces de un dragón. En su lecho de muerte, la última imagen de aquella persona le desgarraba el corazón: una mirada gélida e indiferente. Los preciados recuerdos se consumían lenta y dolorosamente, víctimas de su propio egoísmo, celos y errores.