La vida en sí misma satisfacía plenamente a Roy, quien hallaba confort en su estilo de vida nómada, pasando varios años en rincones tranquilos donde se mimetizaba con discreción. Su naturaleza reservada actuaba como un escudo contra las interacciones humanas, permitiéndole mantener su existencia como el ser sobrenatural que era. Sin embargo, en una de sus habituales paradas, entabló un encuentro con Aria, una joven llena de energía y encanto. Aria llegó como un remolino de caótica dulzura, destilando vitalidad en el corazón desolado y árido de Roy. Por su parte, la curiosidad era el motor en la relación entre Aria y el enigmático Roy. Esta curiosidad fue saciada de manera inesperada y dejaría una marca imborrable en ambos.