El día estaba soleado y radiante como pocos a esa altura del invierno, así que Makoto decidió salir de paseo por el parque. Tras bajar los tantos escalones de la colina en la que vivía, llegó a la calle principal y comenzó su travesía por la acera, solo para encontrarse, a las pocas cuadras, con una caja empapada por la lluvia de anoche, caja de la que sobresalían unas orejas negras y escapaban finos maullidos lastimeros. A Makoto se le rompió el alma en mil pedacitos al ver allí dos gatitos bebés, tan pequeños y frágiles, abandonados a su suerte al lado de la carretera. Uno era rojo como un atardecer de verano, el otro, una bola mojada de pelos de ébano.
- Oh, pequeños ¿quién fue tan cruel de dejarlos aquí? - al castaño se le derretía el corazón, mientras las dos bolitas de pelo maullaban como suplicándole ayudarlos.
Makoto los tomó, uno en cada mano, tan pequeños eran, y se los llevó a casa, eso era más importante ahora que un paseo. Tras secarlos, calentarlos y darles de comer, decidió que podía quedarse con ellos.
Así comenzó todo, pero Makoto no sabía en dónde se estaba metiendo...
𝗗𝗼𝗻𝗱𝗲 Nari está cansada de una vida vacía, sin emoción ni propósito. Sin familia, amigos o metas que la motiven, deciden unirse al Juego del Calamar buscando algo que rompa con su monotonía.
𝗢 𝗱𝗼𝗻𝗱𝗲 Nari recibe la misteriosa invitación al Juego del Calamar, acepta sin dudarlo, ignorando los riesgos. Lo que no imagina es que, en medio de esos juegos clandestinos, encontrará un nuevo significado para la felicidad.
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