Oveja negra... Descarriada... Libertino... Irresponsable... Y un sinfín de calificativos más son con los que mi familia me deleita a la menor ocasión. No los culpo porque tienen razón. No entienden que el segundo de sus hijos haya decidido dar un cambio radical a su vida, pasándose por el forro la estricta educación que llevar el apellido James, implica. Ellos, con sus normas arcaicas y sus paripés, me han convertido en lo que soy. Caitlin llegó a mi vida cuando yo contaba con dos años y, según cuentan nuestras familias, me pasé toda una tarde contemplándola. Fuimos creciendo, cumpliendo años, haciéndonos mayores... Se convirtió en una preciosa mujer delante de mis ojos. Me enamoré como un loco. Un amor que creía correspondido. Hasta que ella aceptó casarse con mi hermano. Dicen que los hombres no tenemos sentimientos, no lloramos y somos inmunes al dolor cuando nos rechazan, nos engañan o se ríen de nosotros. Si eso fuera cierto, ¿por qué llevo penando tres malditos años por ella? No, no me avergüenza admitir que estar enamorado me hace sufrir como un perro. Sí, soy un hombre, pero eso no significa que mi corazón sea de piedra y que todo me dé igual. Desde el anuncio de su compromiso, mi vida ha pasado por varias etapas: autodestrucción, aceptación, resignación y sumisión. Esta última, la más reciente, la pasé en el Libertine, el club que mi hermano regenta en Ibiza. Mi nombre es Adrien James, y esta es mi historia.