La prometida de Aemond pereció en un trágico accidente, víctima de la mano de su hermano mellizo. Un giro del destino que condenó a todos. Así, la llama de la discordia entre los hijos de la casa Targaryen se avivó aún más, forjando en sus corazones un profundo anhelo de venganza que desbordaba los lazos de la sangre.
Tres largos años transcurrieron mientras Aemond buscaba refugio en los confines de Antigua, lejos de Desembarco del Rey, lejos de la sombra de su amor perdido. Pero ni la distancia ni el tiempo lograron borrar las cicatrices de aquel infortunio.
El llamado del deber lo trajo de vuelta, no para seguir los dictados de su corazón, sino para cumplir con su obligación: desposar a Lucerys Velaryon.
La boda, aquella alianza que pretendía ser el amparo que sellaría las heridas de su familia, era un pacto frío. Una solución destinada a disipar el odio acumulado.
Pero para Lucerys, no era más que una penitencia impuesta por su propio pecado. Aemond no llegaba como el héroe de leyendas, ni como el amante que aliviara el dolor de Lucerys. No era el príncipe que salvaría ni mucho menos amaría.
Era, en todo sentido, una consecuencia viviente de decisiones trágicas e irreparables. El destino había jugado sus cartas, o tal vez fueron los dioses quienes tejieron estos hilos inquebrantables. Nadie sabría jamás.
Y, aunque el tiempo se movía inexorable, su paso no curaba las heridas; solo las reubicaba, las enterraba en lo profundo del alma, donde aún ardían en silencio.
Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, mucho más rápido de lo que cualquiera hubiera imaginado. Y sin embargo, al final de la tormenta, una pregunta aún resonaba en sus pensamientos: después de todo, ¿quién era el verdadero villano de esta historia?
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