Mi ahijada se despedía. Me costaba observarla, por la distancia, por los cristales de mis gafas empañadas por la edad, por la incertidumbre de la cuenta atrás. Me agarré a la mantita a cuadros que tapaba mis piernas casi inamovibles como si fuese a rezar, y sorprendentemente logré intuir su brazo a través de la ventana de plástico acrílico. Lo movía despacio, para asegurarse de que pudiésemos interpretar el gesto. A mi lado todos aplaudían emocionados, y yo sonreía entre lágrimas de magnesio, oxígeno y silicio que surcaban mis arrugas en armonía con el espacio sideral. Se iba, pero prometió volver. Jamás pensé que aquel libro que le regalé a los 7 años sobre la Luna, la llevaría tan lejos. El primer viaje tripulado a Marte.
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