Zoro, un alfa dominante, confiado, arrogante, y con una presencia tan imponente que nunca tuvo problemas para atraer la atención de cualquier omega o incluso de otras alfas. Su aura de poder, su voz grave y firme, su carácter de acero: todo en él gritaba control y dominio. Nadie había logrado desestabilizarlo, ni siquiera de cerca. En su mundo, las reglas las ponía él, y si alguien quería acercarse, él ya se encargaba del resto.
Pero todo cambió cuando la encontró.
Ella no era como las demás. Señorita Domingo, como la llamó por primera vez, se convirtió en Nico Robin, un nombre que se repetía en sus pensamientos con una mezcla de frustración y fascinación. Hermosa, sí, pero con algo más que su apariencia. Robin no era sumisa ni fácil de leer. Su presencia era diferente, imponente a su manera, pero con un carácter tan firme que ni siquiera las feromonas más fuertes de Zoro parecían tener el poder de atraerla. En lugar de acercarse, ella se alejaba constantemente, como si intentara escapar de algo mucho más grande que él.
Pero Zoro estaba convencido de una cosa: estaban destinados. ¿Por qué, sino, el destino la habría puesto en su camino? Cada vez que sus miradas se cruzaban, sentía que algo lo ataba a ella, una fuerza invisible que desbordaba sus instintos más primitivos.
Sin embargo, ella se alejaba. Siempre se alejaba. Y eso solo hacía que Zoro se sintiera más impulsado a acercarse.