𝐿𝑎 𝑝𝑟𝑖𝑛𝑐𝑒𝑠𝑎 𝑑𝑒 𝑙𝑜𝑠 𝐺𝑢𝑧𝑚á𝑛
Alessia Esmeralda parecía sacada de un cuadro antiguo, frágil y etérea como si no perteneciera del todo a este mundo. De baja estatura, con el cabello rubio y lacio, el cual le llegaba por su cadera, y unos ojos verdes oscuros -color esmeralda, profundos, hipnotizantes- que parecían guardar secretos que nadie debía descubrir. Su piel era pálida como la nieve, casi translúcida, y contrastaba con esa mirada intensa que decía mucho más de lo que su voz se atrevía a pronunciar.
Desde la muerte de aquel ser querido -el único que le daba luz cuando todo lo demás era sombra-, Alessia dejó de ser la misma. Algo dentro de ella se rompió en silencio. Se volvió más callada, más ausente, más frágil por fuera y más caótica por dentro. Su padre, desesperado al ver cómo se desmoronaba poco a poco, tomó una decisión que solo alimentó su dolor: la envió a vivir con su madre, una mujer ausente, indiferente, que nunca se preocupó por su hija ni siquiera cuando más la necesitaba.
Ahora, Alessia vagaba entre recuerdos y vacíos, como si su cuerpo caminara por inercia mientras su alma se quedaba atrás, atrapada en el momento exacto en que perdió todo.
