-Aléjate de mí -dijo. Su tono era firme, como si lo que acababa de pasar no hubiera pasado. Como si él no me hubiese empujado contra los casilleros minutos antes exigiendo respuestas a preguntas que no comprendía y, como si después, no hubiera hecho ese lindo gesto de secar mis lágrimas... lágrimas que él mismo había provocado. Se apartó y me dio la espalda. La poca luz que había acentuaba las sombras, marcando ángulos y curvas, parecía una estatua de mármol parado en el medio del pasillo-. Esto es peligroso -susurró. Volteó para verme por encima del hombro-. Yo soy peligroso. Negué tragando saliva. Intenté buscarle razón a sus palabras. -No puedo -admití. La chaqueta se tensó en sus brazos y los músculos de la mandíbula se le marcaron. Sentía la tensión del aire en la boca del estómago-. No quiero hacerlo. Miró al frente, desprendía la energía salvaje de un animal a punto de saltar. Noté la piel rosácea de sus manos y los nudillos blancos. Me pregunté por qué la fuerza de mis piernas parecía abandonarme por momentos y por qué había hecho algo tan estúpido como decirle aquello. Estaba nerviosa, lo que eliminaba cualquier tipo de filtro que pudiera tener. -No digas que no te lo advertí. Sentí que la respiración me fallaba. Recuerdo la sensación de un par de brazos suaves que me sostenían y una voz cálida que susurraba sobre mi mejilla. Un momento después, caí inconsciente.