La primera vez que vi a Miles Watson fue cuando teníamos cuatro años y creí que era un ángel. Con su cabello rubio y brillantes ojos azules, con su piel dorada y fina, parecía uno de esos muñecos que mi abuela solía guardar en una vitrina, los que tanto atesoraba. Que irónico que a mí también me hubiera gustado atesorarlo. Si hubiera sabido la ruina que ese ángel representaría para mí, lo habría evitado. Pero no había forma de saberlo a una edad tan temprana, ni los años que vinieron después.
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