La sala estaba vacía, salvo por el rumor tenue de las zapatillas de Clara acariciando el suelo de madera. El aire olía a resina y esfuerzo, a sueños rotos y triunfos efímeros. Bajo el haz de luz que la abrazaba, su cuerpo se movía con una perfección hipnótica, como si la gravedad misma se rindiera ante ella. Cada pirueta era una confesión silenciosa, cada plié una súplica, y cada salto parecía desgarrar la realidad. No era una bailarina; era una diosa en la tierra.
Pero las diosas atraen devotos... y demonios.
Desde el rincón más oscuro del teatro, los ojos de Charles Lee Ray la devoraban. No como el público que la ovacionaba en sus noches de gloria, sino con una intensidad que quemaba, que dolía.