Huía. Era un ente casi invisible que buscaba alguna salida en las esquinas. Simplemente, huía, con el rostro humedecido por el llanto y la mirada aturdida por el temor. Corría a toda velocidad y muchos le creerían un gran atleta: la vida del terror había sido capaz de forjar velocidad y fortaleza. De vez en cuando se detenía a respirar y pensar en beber un poco de agua, pero el menor movimiento le hacía volver la carrera.
El sol de la primavera incierta le traía la sonrisa del antaño, del sueño que parecía flotar sobre las nubes del cielo tan celeste que pocas veces se daba el tiempo de observar. Había sido capaz de sumergirse y nadar grandes distancias, internándose en el mar hasta casi perderse de vista y luego regresar, como un barco que se acerca al puerto para traer nuevas mercancías: nuevas historias. Al regresar, la arena se le pegaba a la piel húmeda mientras movía los pies para formar pequeños agujeros en los cuales ocultarse: desde esa secreta trinchera a la vista de todos había sido capaz de enterarse de los secretos por los que cualquier paparazzi o agente de inteligencia hubiese pagado cantidades exorbitantes de euros. Pero no le importaba mucho el dinero, lo que realmente le importaba era la vida: disfrutar el aroma del cuello de una mujer veinteañera como él, soñar con las fantasías que circulaban alrededor de la atmósfera de la enorme ciudad que se extendía quizá hasta el valle. Barcelona le parecía un lugar inagotable.
Corría a toda velocidad, descalzo, por las calles húmedas por la lluvia que comenzaba a caer.