En la calma de mi vida, llegó un huracán. No fue uno de esos que anuncian con alertas meteorológicas o que se forman en el horizonte lejano. No. Este huracán se gestó en la quietud de mi rutina, irrumpiendo con la fuerza de un vendaval en mi corazón.
Alessandra. Solo su nombre era un susurro en mi corazón, un eco que resonaba en cada rincón de mi ser. Desde el momento en que la vi, supe que mi mundo ya no sería el mismo. Su sonrisa era un sol radiante en medio de la tormenta, su mirada, un faro en la oscuridad.
Ella era puro fuego, una bomba de emociones que incendiaba todo a su paso con solo rozar sus labios. Cada vez que nos encontrábamos era como un caos delicioso, donde sus risas me volaban la cabeza y su pasión me envolvía como una manta caliente.
Pero así como un huracán puede ser destructivo, también puede ser redentor. Alessandra arrasó con mis miedos, derribó mis barreras y me mostró la belleza de la vulnerabilidad. En su presencia, me sentí libre para ser quien realmente era, sin temor al juicio ni a la tormenta que se desataba dentro de mí.
Ahora, mientras contemplo el horizonte donde el cielo se encuentra con el mar, entiendo por qué los huracanes llevan nombres de personas. Porque Alessandra fue mi huracán, mi fuerza y mi calma en medio de la tempestad.