- Buenos días - saludó con voz rasposa el menor al apresar la cintura de su esposo entre sus brazos y acurrucar la frente sobre el hombro de este mismo. Roier ni siquiera llegó a sobresaltarse, Quackity siempre hacía aquello, y años de sustos e insultos le habían ensenado que simplemente jamás iba a dejar de hacerlo. - Buenos días - el castaño le observó por el rabillo del ojo y sonrió de forma minúscula, casi imperceptible - ¿Quieres un café?