Dime, ¿qué harías si un día despiertas en medio de un chacral, en un pueblito remoto junto a la ruta 3, donde la gente no habla y todo parece apagado y gris? Hay música, pero no existen las conversaciones. Al nacer, te asignan un puesto que ocuparás una vez termines la secundaria. Jamás te hablan del exterior ni de las probabilidades de ingresar a la universidad o abandonar el pueblo. Aun así, nadie parece querer huir. No. Al mirarte, la expresión en sus rostros apáticos cambia a algo que solo podría traducirse como horror. Tus recuerdos borrados y tus propias incapacidades te hacen preguntar, ¿por qué?
Pero entonces encuentras un viejo espejo, uno que la abuela había ocultado en el depósito de la granja. Creías que era otra cosa prohibida, de esas que siempre están escritas por todo el pueblo: no cámaras, no espejos, no cuadros. Encontrar uno te causa curiosidad y cuando lo revelas, entiendes la razón del miedo de la gente. Lo que sea que tiene atado a Buff-allo se encarga de que, si rompes las reglas, no puedas volver a desobedecer. Pues ahí, reflejado en el espejo, ves la cicatriz perfecta de una cirugía experta que atraviesa tu garganta, una que te extirpó la capacidad de hablar.