El verano que mi gata tuvo los ojos verdes

Hoy mi gata me miró.
Sus ojos eran un lugar al que no puedo volver.
Verdes. Como el cuarto día de un verano sin infancia.
Como una herida que no supimos traducir.

Yo también tuve ojos alguna vez,
pero los perdí buscando el modo correcto de decir "me quedo".
Nadie me enseñó que el quedarse también se parece a morirse un poco.

La gata -esa traducción de lo indescifrable-
parpadeó dos veces.
Y fue como si alguien me dijera, al fin,
que nunca estuve sola en el naufragio.

Qué raro, ¿no?,
uno cree que escribe para salvarse
y termina escribiendo para entender
por qué sigue eligiendo la tristeza que ya conoce.

Te confieso algo:
no quiero entender más nada.
Solo mirar a la gata.
A su insomnio vegetal.
A esa forma suya de existir sin pedir disculpas.

(¿Cómo se hace eso?)

En este verano imposible,
te pienso como se piensa una ventana abierta en una casa vacía.
No es nostalgia.
Es la prueba de que alguna vez hubo aire.

Con ojos verdes, ella duerme ahora
sobre mis páginas sin terminar.
Y yo, por primera vez, dejo que no me importen las respuestas.