Se sentó frente a la pantalla en blanco del computador después de recibir la noticia. Acababa de morir, y aunque nunca lo había conocido en persona, su partida le producía una ráfaga de sentimientos y de emociones. De sensaciones y de vertiginosas conjeturas.
No, nunca lo había conocido, sin embargo, la idea de su ausencia la invadía de una soledad intensa y punzante como sus palabras. La había abandonado demasiado pronto. Porque demasiado pronto pasan las cosas y demasiado pronto pasan las personas. Y demasiado pronto llega el momento en que esperar ya no es una opción. Demasiado pronto llega el día en que dejar que pase el día ya no es una opción.
Así, de la nada, él había muerto. Y así, de la nada, ella se desprendió de la duda y del adormecimiento que la habían habitado por años. Muchos. Demasiados años. Y en un instante de estrelló contra ella una lucidez intimidante. Refrescante.
Se dice que las partidas abren y dejan ir. Pero a ella ésta la había atrapado...hábil, rápida.
Había muerto Eduardo Galeano. Galeano, quien vivo alimentó su alma y su deseo de decir.
Había llegado la hora de empezar a decir.