Max podía sentir cómo caía el sol en su balcón, sentía cómo los minutos escapaban entre sus dedos mientras sabía que el cuerpo que ahora dormía en su cama se iría en cualquier momento. Dejándolo solo y atormentado por el mar de sentimientos que lo ahogaba luego de cada encuentro con el monegasco.
Aunque intentaba encontrar la respuesta a cada interrogante que aparecía en su mente, en lo que veía cómo el cielo cambiaba de colores, sentía que ninguna verdad que su cerebro pudiese presentarle sería tan poderosa como la vez que sintió que descubría el infinito entre él y el ojiverde la primera vez que se dejaron llevar por el deseo que intentaban frenar luego de un par de besos y el juego de manos curiosas e inexpertas -o al menos las suyas lo eran- mientras debían ser lo suficientemente silenciosos para no ser descubiertos por la marea de gente que esperaba luego de una carrera.
Sabía que, en cuanto Charles se despertase, se vestiría y que, si ese día tenía un poco de suerte, él se acercaría a decirle lo bonito que se veía cuando el sol besaba sus mejillas o alguna parte de su rostro. Luego sus mejillas se sonrojarían, Charles se reiría de eso y volvería a besarlo para luego marcharse, dejándolo solo, sintiendo que nadie quedaba en ese lugar, pero... Tampoco importaba, porque estaba seguro de que por el castaño podría quedarse allí esperando, incluso aunque tuviese que hacerlo por una eternidad. Max siempre esperaría por los dos.
𝗗𝗼𝗻𝗱𝗲 Nari está cansada de una vida vacía, sin emoción ni propósito. Sin familia, amigos o metas que la motiven, deciden unirse al Juego del Calamar buscando algo que rompa con su monotonía.
𝗢 𝗱𝗼𝗻𝗱𝗲 Nari recibe la misteriosa invitación al Juego del Calamar, acepta sin dudarlo, ignorando los riesgos. Lo que no imagina es que, en medio de esos juegos clandestinos, encontrará un nuevo significado para la felicidad.
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