En un pequeño pueblo donde las montañas besan el cielo y los ríos murmuran secretos antiguos, vivía un joven llamado Daniel. Su vida transcurría entre los libros polvorientos de la biblioteca local y los senderos cubiertos de hojas doradas. La rutina, aunque tranquila, dejaba un vacío inexplorado en su corazón. Cada mañana, el sol nacía entre los picos nevados, y Daniel se encontraba inmerso en mundos lejanos y personajes que sólo cobraban vida en las páginas amarillentas.
Todo cambió el día que conoció a Luna. Ella irrumpió en su mundo con sus ojos brillantes, como luciérnagas en la penumbra de la noche, y una sonrisa que irradiaba la calidez del sol en un día de invierno. Sus encuentros comenzaron casualmente, bajo el dosel de un viejo roble en el parque central. Lo que al principio fueron miradas furtivas y saludos tímidos, pronto se convirtieron en conversaciones que fluían como ríos desbordados.
Con el tiempo, esos encuentros se tornaron en momentos compartidos, donde los atardeceres pintaban el cielo de carmesí y las caminatas bajo la lluvia se convertían en aventuras íntimas. Daniel descubrió en Luna no solo a una compañera de risas y confidencias, sino a alguien que entendía los susurros más profundos que residían en su alma.
Sin embargo, el tiempo, ese maestro impredecible y cruel, tenía otros planes para ellos.