En el segundo siglo, el arte cristiano comenzó a evolucionar con la incorporación de figuras clásicas. Una de las representaciones más destacadas de este periodo es la figura de Orfeo rodeado de animales que ha domesticado al son de su lira. Esta imagen aludía a la predicación del Mesías y reflejaba cómo los primeros cristianos veían a Orfeo como una figura profética de Jesús. El trágico destino de Orfeo, descendiendo a los infiernos en busca de su esposa amada, se interpretaba como una prefiguración del drama del Calvario.
Durante este tiempo, Orfeo también comenzó a ser identificado con el Buen Pastor de la parábola evangélica. El repertorio cristiano se estabilizó, y las representaciones en las catacumbas, como Moisés golpeando la roca y Jonás en el horno, mostraban pocas variaciones. Este fenómeno de repetición de temas era característico del arte antiguo y también se manifestaba en el arte cristiano de las catacumbas.
En la sociedad cristiana de la época, surgió la necesidad de representar a los protagonistas de la fe de manera más directa. Dos figuras clave capturaron la imaginación de los fieles: el alma devota en oración y Cristo como Mediador. Estas representaciones simbolizaban el vínculo místico entre el Buen Pastor y la oveja querida, destacando la importancia de la oración en la vida cristiana primitiva. Las figuras de orantes en las catacumbas, con manos alzadas en actitud de rezar, reflejaban esta devoción y la importancia de la comunicación con Dios en la vida cristiana.