Recuerdo aquel libro que descansaba en la estantería de mi abuela, su cubierta desgastada por el tiempo. Sus páginas amarillentas contaban la historia de la humanidad, no a través de grandes batallas o héroes legendarios, sino de los pequeños momentos que hacen que la vida valga la pena. La risa de los niños jugando en el parque, el olor a café fresco en la mañana, la sensación de la arena entre los dedos de los pies. Cada capítulo era un recuerdo, un susurro del pasado que recordaba momentos que creíamos olvidados. La primera vez que aprendimos a montar bicicleta, el abrazo de un ser querido después de una larga ausencia, el silencio de una noche estrellada. No había trama, no había conflicto, solo la vida en su forma más pura. Un relato que nos recordaba que, en medio del caos, hay belleza en lo cotidiano. Recuerdo haber leído esas páginas durante horas, perdida en la nostalgia de una época que nunca viví, pero que sentía como propia. Mi abuela decía que ese libro era su refugio, su manera de recordar que la vida es hermosa, a pesar de todo. Ahora, cuando pienso en ese libro, sonrío. Porque en sus páginas, encontré la esencia de la vida: la simplicidad, la belleza y la nostalgia. Con mucho cariño escribo, para volcar este sentimiento en palabras que últimamente atrófia mi corazón. Para que nadie sienta que está solo.