El corazón de Atenea había permanecido en silencio durante mucho tiempo, hasta que un nombre comenzó a resonar en él: Daniel. Desde que se cambió de instituto, una pregunta retórica de Espronceda no dejaba de rondarle la mente: "¿por qué este inquieto y abrasador deseo?" Ese pensamiento la perseguía desde el instante en que sus miradas se cruzaron. Los ojos penetrantes de Daniel parecían tener un poder magnético sobre ella, despertando sentimientos que Atenea intentaba reprimir. Mudarse de ciudad había traído cambios que se reflejaban incluso en sus sueños. Atenea solía imaginar a su alma gemela como un joven apuesto, sentado en la terraza de un viejo café frecuentado por amantes de la literatura, leyendo el mismo libro que ella. De fondo, la suave música clásica envolvía el ambiente, mientras un poeta se levantaba para recitar sus versos. En esa fantasía, compartían silencios llenos de significado, el amor por las palabras y la magia del momento. Pero ahora, el chico que retumba en su corazón es todo lo contrario. Daniel es arrogante, desconcertante y aparentemente desinteresado en el amor. Y, sin embargo, esa misma distancia lo hacía aún más irresistible. Lo que Atenea no sabía era que Daniel también luchaba con sus propios demonios. Para él, ella representaba una grieta en el muro que había levantado para protegerse del dolor. Desde que sus miradas se cruzaron, Atenea despertó en él sensaciones que creía enterradas. Cada vez que ella estaba cerca, el control que tanto esfuerzo le había costado mantener comenzaba a tambalearse. Sus almas se reflejaban la una en la otra, cada uno siendo el eco del conflicto interno del otro. Ambos se debatían entre resistir el deseo que los consumía o dejarse llevar por él. Se preguntaban, en silencio, si tal vez en esta vida, o en la próxima, encontrarían finalmente el camino hacia el otro.