Al final logro despertarme... Y es que los rayos de sol que se cuelan por cada recoveco de la desgastada persiana que cuelga de mi ventana, junto con un bullicio lejano que oigo allá fuera en la Hornilla, mi playa preferida, consiguen perturbar mi profundo y sosegado sueño.
Así me levanto y me dispongo a peinar mi alborotado cabello aunque sin éxito, porque esos tres rizos tan simpáticos que dice que tengo mi madre siguen estorbando en mi frente. Por lo general todos los días de verano han sido exactamente igual, la misma rutina, la misma desgana de tener que ayudar a mis padres en el chiringuito que está situado justo al principio del paseo que rodea la playa, para empatarlo después con una agitada tarde de estudio ya que es el precio que me toca pagar al no haberme esforzado lo suficiente, según mi profesora de lengua a lo largo del curso. Y todo eso concluye en una merecida recompensa al final del día, el poder tener unos minutos de paz y soledad a la orilla de la playa donde mis cansados pies pueden notar el vaivén de la marea. Pero hoy, hoy tengo un presentimiento diferente, sobre que algo en mis duros días de verano va a dar un giro en espiral. Serían aproximadamente las ocho menos cuarto de la tarde y el sol ya a penas podía percibirse en el inmenso cielo, dejando atrás una curiosa luz tiznada de colores naranjas y rosados lo que me resultó muy similar, pues se asemejaba a unas obras de arte del famoso pintor Salvador Dalí, uno de mis autores favoritos. Así yo permanecía sentada sobre la toalla azul que me había regalado mi abuelo en mi pasado cumpleaños, cuando entonces logré divisar en el horizonte unas oscuras sombras que impedían observar la luna en su total resplandor, era una familia de delfines que merodeaba por las tranquilas aguas de la playa. Me llamo Judit Mascó y este ha sido uno de los mejores días de mi verano.