Una boda suele planificarse con un año de antelación. Un vestido de novia hecho a medida tarda entre seis y nueve meses en estar preparado. Yo lo hice en cuatro. Cuatro meses, 16 días, 10 horas y 28 minutos. El último arreglo siempre se hace minutos antes del de la entrada al altar. La seda era suave, de un blanco limpio como nubes tras la tormenta, brillante. Coserlo era como intentar coser agua. Y siempre que lo doblaba, consía y fruncía, solo podía pensar en que tenía la misma textura que su piel, en que esa tela se había deslizado por su piel como una caricia. Capas y capas de tull, tanto que me pareció infinito; 9 metros de cola para el vestido, 12 para el velo, sujeto por una tiara fina y delicada como una pluma, decorada con cristales que yo mismo engarcé uno por uno. 150 cristales. Tan brillantes que cegaban y tan afilados que cortaba. Y ninguno refulgó ni una sola vez tanto como sus ojos lo hicieron. Tuve que dejar una sola sala para él; era demasiado grande para no tenerla. Y demasiado impresionante como para que no resultara un insulto que compartiera espacio con cualquier otro. El escote era en forma de corazón y odié cada segundo que profesé en hacerlo casi con la misma devoción con la que lo deseé. Encorsetado, para que al ajustarlo y mientras caminaba, no olvidara lo que era aquello: una jaula. Tuvo un coste de 600.000 dólares. Y durante cada puntada juré que habría dado hasta el último peñique porque un día ella llegara, y me pidiera que dejara de hacerlo.